dimecres, 20 d’abril del 2016

La ley se hace al andar

Aquí mi artículo de hoy en elMón.cat. Puigdemont que, por cierto, hoy se verá con el Sobresueldos, tiene una actividad incansable, a diferencia de su interlocutor, que no pega palo al agua. El catalán no para: concede entrevistas, acude a los platós, da explicaciones, está siempre dispuesto a aclarar lo que sea. Es uno de esos políticos que los periodistas adoran. Da bien en la pantalla y él lo sabe. Es articulado, habla varias lenguas, tiene ideas y preside un gobierno con iniciativa y empuje. Estaremos atentos al resultado de su entrevista con el okupa de La Moncloa.

En su incesante actividad, Puigdemont explica que su intención (la de su gobierno y Junts pel Sí) es conseguir la "transición nacional catalana" yendo de la ley a la ley, a imitación de la transición española de 1978. En esto sigue la doctrina de Artur Mas. En sí misma la idea no es mala, pero tiene sus inconvenientes y peligros. Lo cuento en el artículo.

Aquí, la versión castellana:

Caveant Consules : “De la ley a la ley”

La infinita paciencia con que Carles Puigdemont explica en el páramo mesetario los propósitos de su gobierno, de Junts pel Sí, de la coalición que lo sostiene en el Parlamento merece la condigna glosa. Sobre todo porque, siendo prédica en yermo intelectual, no dé lugar a la conclusión errónea de que, explicadas las intenciones de la Generalitat y siendo estas bonancibles y democráticas, no encontrarán obstáculos ni dificultades.

El análisis toma pie de la fórmula de Puigdemont –explicada de nuevo con escaso éxito a la señora Pastor- “de la ley a ley”. Se entiende: el paso de la autonomía a la independencia se hará sin aventuras, sin peligrosos saltos en el vacío, sin solución de continuidad, yendo de la legalidad a la legalidad para que no haya incertidumbres en donde pueda acechar el caos. La tranquilizadora expresión procede de la proclamada por Torcuato Fernández Miranda, de quien se dice que fue el habilidoso artífice de la transición española de la dictadura a la democracia. Una maravillosa filigrana jurídica por la que la libertad sustituyó a la tiranía casi sin sentirlo.

La fórmula ya fue utilizada antes por Artur Mas con la misma finalidad de sosiego. Mas la encajaba en una teoría de amplio vuelo que presentaba la transición nacional catalana como una “segunda transición”, como beneficiándose y prolongando las enseñanzas de la española. De la ley a la ley. Segunda transición. Tranquilidad.

Esto de la “segunda transición” es expresión recurrente y ambigua en el lenguaje político español. Muchos hablan de ella, sobre todo quienes sostienen que la primera fue un fracaso (o, algo peor, una traición) en sus orígenes o bien ha fracasado después en su desarrollo. Prueba es que la proponen gentes tan aparentemente distintas como José María Aznar (“segunda transición”) y Pablo Iglesias (“nueva transición”). Se quiera o no, al llamar a la transición nacional catalana “segunda transición” es obligado refrescar el juicio sobre la primera. Y ahí salta un aspecto que no sé si está valorándose correctamente en los discursos independentistas.

La transición española fue la mudanza de una dictadura decrépita, desprestigiada, a un sistema que quería ser democrático. El paso de un régimen moribundo que solo sabía hacer daño, reprimir o destruir, pero no construir nada, a otro que abriera nuevas posibilidades. Nadie creía en la legitimidad del franquismo; ni sus servidores. Ni el Rey, que lo era por obra de Franco. Nadie era leal a los principios de un Movimiento Nacional que todos habían jurado. El sistema era una cáscara vacía, un tinglado sin sustancia, una mentira chapoteando en sangre ya seca.

Aun así, cambiarlo no fue tan sencillo ni tan fácil. El relato edulcorado de la transición pasa por alto demasiadas cosas: los muertos de Vitoria, los asesinatos de Atocha, el crimen de Yolanda González, las actividades terroristas de las policías y parapolicías del régimen, los asesinos de extrema derecha, las provocaciones y la intentona del 1981. No obstante es cierto que, en conjunto, el balance fue relativamente pacífico en comparación con los sobresaltos que se dieron en otras partes.

Pero el problema del uso metafórico de la “segunda transición” no radica en el pasado, sino en el futuro. Plantear una salida de la dictadura a la democracia en 1978 concitaba práctica unanimidad a favor. Plantear una independencia de Cataluña frente a la España de 1978 concita práctica unanimidad en contra en la misma España. A día de hoy hay 253 votos cerradamente en contra en el Congreso de los diputados, esto es, mínimo el 73% de la cámara. 73% de diputados que se corresponden, probablemente, con igual o superior cantidad de ciudadanos del Estado que defienden la legitimidad del régimen de la Restauración, la vigencia de la Constitución de 1978 (algunos quieren reformarla precisamente porque la apoyan) y no quieren que se cambie o transforme. Aquí no hay un problema de desprestigio del sistema como con la dictadura. Al contrario: hay toda una batería de propaganda que presenta el Régimen de la Restauración como algo dinámico, democrático, abierto y moderno (en su extremo más estúpido, una “gran nación”) y que tilda el programa independentista de parroquialismo, aldeanismo, demagogia cuando no algo peor, como fascismo o nazismo.

La fórmula “de la ley a la ley” tiene encanto, pero puede ser ingenua y sembrar ilusiones sobre la dura realidad de los hechos. Porque, por muchas fórmulas que se empleen, cuando las instituciones de autogobierno catalán hacia la independencia comiencen a funcionar, habrá una confrontación, habrá una conflicto, quizá desobediencia, quizá represión.

Nadie lo quiere. Pero, para que las cosas no sucedan no basta con no quererlas. Hay que prepararse para combatirlas.